Sobre prefectos, gendarmes y algunos temas de los que no se habla (Raquel Angel y Alberto Guilis)

Ahora bien, descubría que se le utilizaba como un instrumento, escondiéndosele los verdaderos objetivos, que le habían dicho mentiras y que él las había repetido de buena fe. También a él hombres invisibles, le habían robado la fuerza, la vida. Había puesto todo su empecinamiento en rechazar las palabras corrosivas y dulces de la burguesía y de repente se encontraba hasta en el Partido de la Revolución lo que más temía: la alienación en el lenguaje”. Es Paul Nizan quien habla y es de su padre, -un ex militante ferroviario del PC francés – de quien dice lo que dice, en Antoine Bloyé, quizásu libro más entrañable.

¿Por qué citar el párrafo? ¿Qué tiene que ver? Tiene mucho que ver, como se comprobará si somos capaces de leer esas palabras a la luz del presente, pero también del pasado, de nuestro pasado. Esas palabras nos interpelan, sacuden ciertas cómodas certezas, nos ponen ante el espejo no siempre complaciente de nuestras propias vidas.

Hablemos claro, digamos las cosas como son. Algo muy oscuro se ha instalado en el corazón de la izquierda argentina, a partir de la “revuelta de los prefectos y gendarmes”. Desde la dirigencia de ciertos partidos que se reclaman revolucionarios, lo que hubiera resultado inimaginable en tiempos del Terror se enarbola hoy como propuesta: aliarnos con el verdugo, llevarles personalmente nuestra solidaridad (¿por qué no?), dado que se trata de trabajadores y como tal tienen derechos. Dicho sin vueltas: atender los reclamos de los perros guardianes de las clases dominantes.

¿Ingenuidad? ¿Especulación? ¿Mala lectura de los textos clásicos de Trotsky, Lenin y aún Marx, o sencillamente escamoteo del contexto en que fueron escritos, y principalmente de los sujetos sociales a quienes estaban dirigidos? No vamos a abundar en este aspecto de la polémica que ya ha sido convenientemente refutado por compañeros de otros sectores de la izquierda, con y sin partido, cuyas posiciones lograron aventar confusiones y tergiversaciones. Quizá lo más alarmante de la discusión, del intercambio, a veces al borde de descalificaciones sin retorno, es que dejó al desnudo desacuerdos profundos en problemas cruciales para quienes se plantean el socialismo revolucionario como horizonte.

Hubo de todo en la polémica de marras, frases intempestivas, concepciones pasmosas, argumentos que se caían a poco de andar, réplicas furiosas, alineamientos impensables, memoria automanipulada y hasta formas de amnesia imposibles de procesar en un país que viene de ese agujero negro del Terrorismo de Estado, el genocidio, los secuestros, la tortura, las desapariciones. Una historia reciente, que atraviesa, como una pesadilla, el corazón no tan bien informado de una sociedad que no quiere pensarse y, sobre todo, recordar debidamente.

Bastan unos pocos gestos simbólicos del Poder para aceitar conciencias. Digamos: descolgar cuadros de asesinos, instalar, treinta años después, la mascarada de un juicio que permite a la mayoría de los procesados –gente probadamente experta en la tortura, el secuestro y el botín de guerra- esperar su sentencia en libertad, si es que antes –biología mediante- no devienen miembros de la lista de “muertos impunes”, allí donde figuran apellidos “ilustres” del genocidio nacional: pongamos Bussi, Nicolaides, Saint Jean. De todos modos, las pocas y casi siempre decepcionantes condenas son festejadas, desde distintos ámbitos oficiales, como un triunfo de la “justicia”, soslayando que muchas reducciones de las penas –por resolución de la Fiscalía del Estado, que no habla de genocidio sino de un “plan criminal y clandestino”, un eufemismo que le permite pedir de 20 a 6 años de prisión por “delitos comunes”- se deben a que tal organismo estatal considera un atenuante, para la totalidad de los imputados, gozar del concepto de ser “buenos vecinos”. Sí, han leído bien. ¿Por qué sorprenderse? ¿Acaso no es bien sabido ya que los nazis se emocionaban con la música de Schubert antes de poner en marcha las cámaras de gas? Eran “buenos vecinos”, cómo no. Igual que el comisario de Río Negro, Desiderio Penchulef, jefe de la comisaría de Cinco Saltos, acusado de aplicar torturas despiadadas a los prisioneros, y para quien, con la teoría del “buen vecino”, la Fiscalía del Estado sólo pidió 6 años de cárcel. (Informe publicado por la Asociación Ex Detenidos Desaparecidos)

Cabe preguntar: con semejante precedente, ¿es posible luchar contra la brutalidad de las fuerzas represivas actuales en los barrios y en las cárceles? ¿Cómo no ver la conexión entre pasado y presente cuando el Estado, a través de la Fiscalía, no sólo exime de prisión perpetua a la mayoría de los genocidas de ayer, sino que se niega a la apertura de los archivos de la dictadura y a dar de baja a los cientos de represores que aún cumplen funciones? ¿No se advierte ninguna conexión ahí? Palabras como “impunidad” o “continuidad de los métodos dictatoriales” no resuenan en los oídos de quienes hoy se muestran solidarios con gendarmes, prefectos y policías, cuando se detiene a trabajadores que reclaman en una ruta y se los lleva a Campo de Mayo, uno de los mayores centros de exterminio de la dictadura? ¿No hay quien se detenga a pensar que ese operativo siniestro, ordenado por un teniente coronel en actividad –Antonio Berni, viceministro de Seguridad- es todo un mensaje destinado a los militantes del campo popular?

Nadie se escandaliza porque en la Argentina televisiva del “fútbol para todos”, esos juicios -que aún en la modalidad de la farsa podrían contribuir a algún tipo de reflexión social– no puedan verse por ningún canal. Se realizan casi en secreto, en los cubículos judiciales, con la escasa presencia de las víctimas de cada caso. “Se sabe” que los están juzgando y eso alcanza para que una enorme fracción de la sociedad se sienta como en los tiempos de la dictadura, completamente al margen. Peor: absuelta.

¿A qué viene esta cuestión?, no faltará quien pregunte. Y es altamente probable que quien haga la pregunta forme parte de lo que suele llamarse “el campo de la izquierda”. Se argumentará (lo hemos escuchado en este tiempo), que “eso pasó hace ya treinta años, no podemos mezclar una cosa con otra”. ¿No podemos? Suena extraño, para decirlo suavemente, suena por lo menos inquietante. Que se haya olvidado qué función cumplen, en el capitalismo, los aparatos represivos del Estado, es poco creíble, salvo que se trate de algún recién llegado a la política, alguien que aún no se enteró (por cuestiones de edad, de falta de lectura, de improvisada militancia o vaya a saber qué) de que esos gendarmes, prefectos y policías están para los juegos de masacre: aplastar las protestas obreras y populares del modo que sea, con palos, bombas tóxicas, a golpes, a patadas, y, cuando las cosas se desbordan, cuando es evidente para cualquiera que la ficción del “contrato” está a punto de quebrarse en mil pedazos, directamente matan. Matan cuando es necesario. Lo vemos todos los días. Es el precio a pagar, lo que cuesta, en vidas y destinos, la defensa de la educación, de unas tierras, de la verdad. Hablemos de los más cercanos: los asesinados de diciembre de 2001, los del Puente Pueyrredón (Kostecki y Santillán), el maestro Fuentealba, los caídos en el Indoamericano y en Ledesma, el desaparecido Julio López, testigo clave en el juicio al genocida Etchecolatz, los miembros de la comunidad qom, Mariano Ferreyra, Luciano Arruga, el dirigente campesino Cristian Ferreyra, y hace poco, otro militante de la lucha por la tierra: Martín Galván. La tarea estuvo a cargo, precisamente, de prefectos, gendarmes y policías.

Los mismos que hoy sectores olvidadizos de cierta izquierda (queremos creer que confundida, para decirlo, otra vez, suavemente) levantan como una bandera, casi como nuevos héroes populares que, por su “carácter de trabajadores, tienen derecho a la sindicalización”. ¿Escuchamos bien? ¿Leímos bien? ¿No será producto de una alucinación? Por desgracia, no. A uno le estalla la cabeza, trata de argumentar, de exponer razones, de refrescar atrocidades del pasado y del presente, de explicar aquello que no necesita explicación. Al menos, no debería necesitarla.

Vivimos en una época en que la tortura es un hecho cotidiano. No es mérito ni culpa nuestra”, escribe Sartre en ¿Qué es la literatura? Habla de Dachau y de ese símbolo mayor del exterminio que fue Auschwitz. Y reflexiona: “todo nos demostraba que el Mal no es una apariencia, que el conocimiento por medio de las causas no lo disipa, que no es el efecto de pasiones que cabría superar, de un extravío pasajero que cabría excusar, de una ignorancia que cabría combatir”… porque la tortura es, en primer lugar, “una empresa de envilecimiento”. Palabras poderosas, aún hoy, palabras que suenan como un latigazo y no, precisamente, como una “indiscernible lejanía” en esta región del sur.

Estas “misas negras”, como califica Sartre a la tortura, se celebran a cualquier hora en comisarías de todo el país: en cárceles, en servicios penitenciarios, en institutos de menores y en otros ámbitos que comulgan en la destrucción de lo humano. Las cifras lo dejan claro, aún para aquellos militantes desprevenidos que agitan, de buena fe, la bandera de la sindicalización de los miembros del aparato represivo. Según el Comité Provincial Contra la Tortura (CCT), desde 2005 a la fecha, se confeccionaron 15.500 expedientes por violaciones a los derechos de los detenidos.

No hay espacios de `no tortura´, es una práctica sistemática. La tortura existe en cada lugar de detención”, se lee en el informe del CCT. ¿De qué se habla cuando se dice torturas? Del submarino seco o húmedo. De la picana eléctrica. De palazos con bastones de madera o goma maciza. De golpizas reiteradas, de cachetazos en los oídos con las manos abiertas, una práctica que puede producir desde lesiones permanentes hasta sordera, de duchas de agua helada, de golpes en las plantas de los pies que impiden a las víctimas caminar durante días, de aislamiento en celdas de castigo.

El informe parece no agotarse en la dimensión del envilecimiento. Es necesario hacerse cargo. Una vez conocidos los datos (por ejemplo, que la totalidad de hechos violentos ocurridos durante el 2010 provocó lesiones en al menos 5.179 detenidos: pérdida de audición, ceguera, piernas y brazos quebrados, invalidez) hay que hacer algo para que cese la agonía, cualquiera sea el espacio donde se actúe. De otro modo, seremos cómplices. Peor aún: contribuiremos a la fractura de cualquier forma de solidaridad, por no decir que, en verdad, estaremos ejerciendo una forma de traición. Habría que preguntar: ¿qué dirán esos dirigentes de izquierda, sensibilizados por los reclamos de gendarmes, a los obreros que cortan rutas y son llevados a un campo de concentración, a los piqueteros, a los militantes de agrupaciones barriales? ¿Cómo los podrán convencer a ellos, víctimas principales de la brutalidad policial, de que hoy tienen que alinearse junto al enemigo, aunque éste los golpee hasta morir, porque el enemigo… es también un trabajador?

De eso se trata: de no traicionar a quienes se dice defender. Penoso trance sobre el que advierten con lucidez varios compañeros, de distintos sectores, en el espacio de la (¿ex?) Asamblea de Intelectuales (FIT), en blogs o en intervenciones públicas, entre ellos, Rolando Astarita, Axel Frydman, Christian Castillo, Jonatan Ros, Matías Antonio, Guillo Pistonesi.

Algo para lamentar y repudiar: que por haber expresado sus ideas, algunos de esos compañeros, hayan sufrido (es el caso de Frydman) descalificaciones intolerables.

Queremos rescatar especialmente la nota de Jonatan Ros (publicada en La verdad obrera) y el documento elaborado por Guillo Pistonesi. Ambos ponen el acento en un tema que es central para la izquierda: impulsar toda forma de autodefensa que adopten los trabajadores y las masas oprimidas “en la perspectiva de la formación de milicias obreras capaces de derrotar las fuerzas represivas”. Ni infantilismo ni ultraizquierdismo, como intentaron descalificar desde veredas opuestas. Se trata de una posición “que hace la diferencia” en tanto supera las respuestas coyunturales que suelen darse en estos casos (marchas, consignas, repudios y pronunciamientos) y que se atreve a ir más allá de lo “políticamente correcto”, planteando alternativas de incuestionable valor estratégico.

El tema de la autodefensa dispara, además, varias cuestiones. En primer lugar, la ausencia de la izquierda en los debates sobre la “seguridad”, algo que ha terminado dejando el asunto en manos de la derecha. Hay que reconocerlo con absoluta frontalidad: la izquierda no tiene una política precisa en relación a un problema que, como cualquiera sabe, no es exclusivo de la burguesía o la pequeña burguesía. En barrios obreros y en zonas de clase media empobrecida el miedo al robo, a la violación, a las torturas, a la muerte, se siente aún en proporción mayor. La izquierda podría cumplir en estos casos un papel esclarecedor. No es la comisaría de la zona ni la gendarmería las que va a proteger a la población. Más bien lo contrario, como bien lo demuestran las famosas “zonas liberadas” para que actúen las bandas de delincuentes, profesionales o no.

En relación a la autodefensa obrera, viene al caso y es necesario, en más de un sentido, recordar la extraordinaria jornada que tuvo lugar, el año pasado, en Neuquén, cuando los trabajadores de Zanón (hoy Fasinpat) festejaron sus 10 años de autogestión. De ese día, quedaron imágenes imborrables. Fue mucho más que un festival o un recital. Fue un acto de comunidad, de poder constituyente, de recuperación no sólo del propio trabajo sino de la propia historia, del estar con los otros, de otro modo de estar en el mundo. No fueron necesarios gendarmes ni policías. Los asistentes (alrededor de 15.000) bailaron, cantaron, levantaron sus puños. Vivieron un día con el corazón. “Cuidémonos a nosotros mismos”, “aquí no hay policía”, “la seguridad la garantizan los propios trabajadores”, se escuchaba una y otra vez por los altoparlantes. Todos sabían que se trataba de algo más que palabras. Todos sabían, o habían escuchado decir, que más de una vez, a lo largo de esa gestión obrera con ribetes heroicos, los trabajadores debieron apelar a métodos de autodefensa para impedir los intentos de desalojo, instigados y alentados desde el Poder.

No estamos ante un fenómeno nuevo. Es un rescate de las mejores tradiciones del movimiento obrero: la resistencia popular en Mataderos durante las jornadas de la huelga general de 1959, la ola de ocupaciones de fábrica con toma de rehenes, en todo el período que va desde el Cordobazo hasta el golpe genocida, los piquetes de autodefensa popular en los barrios durante la crisis del 2001-2002, allí donde resurgía, al calor de los todos, de los “nadies”, la idea de fraternidad. “Acá, con los compañeros, nos sentimos seguros”, se escuchaba decir.

Pero hay también otros ejemplos de una lógica política que se ubica en las antípodas: cuando un trabajador ferroviario es agredido y, en lugar, de organizar la autodefensa de los compañeros desde el sindicato… se pide la presencia de la gendarmería. De aquí a considerar a los gendarmes “trabajadores” y bregar por su sindicalización, hay un solo paso, es parte de lo que podríamos llamar la discursividad del significante vacío.

Final con preguntas: Más que pedir sindicato para gendarmes y enfrentarnos en polémicas estériles sobre si son o no trabajadores, ¿no deberíamos exigir, lisa y llanamente, la disolución de los aparatos represivos del Estado? ¿No es hora de que la izquierda retome sus banderas? Las de Trotsky, por ejemplo, que en la Alemania de 1934, y bajo la sombra creciente del nazismo, se atrevió, contra todo riesgo, a reclamar “la disolución de todas las policías al servicio del Estado burgués”?

Conocemos la respuesta: “No es el momento”. Puede que no, idealmente no. Pero si no avanzamos, temerariamente, habrá que seguir recordando a Benjamin, cuando decía, en una de sus tesis más famosas: “Y si el enemigo vence, ni los muertos estarán seguros. Y este enemigo no ha dejado de vencer”.

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Blog de la Asamblea de intelectuales, docentes y artistas en apoyo al Frente de Izquierda y de los Trabajadores
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